lunes, 25 de junio de 2012

La deformación de las buenas costumbres





PALABRAS QUE MATAN


Una de las causas que permiten el desarrollo de los pueblos es la formación cultural que sostiene su pasado histórico en simbiosis con la construcción de una identidad que contenga la esencia de las raíces pero que se amolde a la realidad actual de nuestros tiempos; es decir, sin perder la óptica de la evolución ni la eventualidad de ser rebasados por la tecnología.

Al sujetar la identidad de una población a lo estrictamente predominante en su zona de confluencia, estamos dando por hecho que no existe alternativa alguna de expresión que equilibre esta perspectiva y damos un espaldarazo a la especulación por el simple hecho de no sujetar nuestro análisis más a fondo. El suponer cualquier cosa siempre esta susceptible a la comprobación explicita y por ende a la retractación; es aquí donde aparece la idiosincrasia de los entornos sociales, y donde se escenifican los principales modelos de expresión cultural o de intención nacionalista; sin ser estos propiamente parte de nuestra identidad nacional.

Es muy lógico entender que no todos los núcleos de interacción humana, expresan la pureza de su idiosincrasia, ni se sujetan a los parámetros sociales establecidos por su propia comunidad. En algunos, las carencias impiden el conocimiento de herramientas muy comunes existentes en otros del mismo nivel; en otros mas es imposible acceder siquiera a un modelo educativo digno, mientras que en algunos más (sobre todo los privados) la sobre provisión de elementos de apoyo eleva el estatus de una clase que aun estando en una buena posición, termina de desfasar esta anhelada y necesaria igualdad en el terreno de la educación.

Indudablemente que es esta necesidad de igualdad educativa, la que frena el desarrollo sostenido de nuestra nación; pues sin descartar otros fenómenos que van de la mano como la pobreza, la violencia o la corrupción, estos al final son el derivado de una mala aplicación de los recursos de enseñanza dirigidos a una población con marcadas divisiones en lo social y lo económico; no son la proliferación de modelos escolares o de inmuebles que los arropen, lo que cambiará de fondo la eventual cobertura de toda la población en pro de la educación, sino las reformas a las leyes que acuerpan todo el modelo educativo nacional, las que enmarquen un nuevo rumbo en este tenor.

Ahora con la llegada de modelos emergentes a las comunidades más inaccesibles (geográfica e ideológicamente hablando) y necesitadas de escuelas; las oportunidades para quienes estaban lejos de intentar siquiera ingresar a un programa educativo han crecido enormemente; hoy en día el fantasma del analfabetismo parece irse diluyendo en medio de la aplicación gubernamental de todos los niveles; es una realidad que la atención sobre este problema de carácter global ha variado en cuanto a su percepción y respuesta, ahora el problema no es llegar a tanta población necesitada de escuelas sino que la calidad de la educación ofertada sea de primera y en la misma proporción para todos.

Bajo esta premisa sería necesario englobar todos los modelos educativos existentes y subdividirlos de acuerdo a su nivel, población, geografía, características culturales, pasado histórico, etc., con la finalidad de explotar lo mejor contenido en cada individuo y su medio inmediato; después homologar todo el aprendizaje de nivel básico (incluyendo todas las herramientas), sin dejar un solo tema de interés nacional coartado o limitado en cuanto a la acepción de la población a quien se dirige o pueda vulnerar con su contenido. (Caso “Aguas blancas”, por mencionar un tema).
Con esta pretensión se podrían ajustar canales de interacción social y alcanzar un nivel honorable de expresión verbal dentro de espacios que requieren por lógica de un correcto uso del lenguaje tales como escuelas, iglesias, hospitales, entornos laborales, etc.; sin caer en el clásico (y burdo) uso de modismos y parafraseos locales que ensucian las relaciones y el mismo lenguaje que usamos.

En estos tiempos y mayormente en estas latitudes del país (sureste de la república), la explosión de verborrea indigna en espacios de interacción formal como las instituciones es una realidad aberrante; si bien es entendible (qué ironía) que en centros de formación básica se pueda percibir una descomposición verbal en la población infantil, por la poca atención de sus formadores o por la inevitable trasmisión de valores corrompidos desde el seno familiar o comunal; no es fácil dilucidar que incita a un estudiante de educación superior a utilizar esta “modalidad” verbal, aun dentro de sus espacios escolares y hacia su propia gente; este fenómeno se intuye mas de carácter gubernamental que sociológico, pues es claro que las actitudes que rebasan los límites y espacios no son solo problema de quien las trasgrede sino también de quien las permite y no hace nada por corregirlas; tomando forma esta responsabilidad del gobierno en su incapacidad de crear nuevas políticas y reglamentos que sean verdaderamente cumplidos y en su defecto sancionados; es el paternalismo del gobierno en la figura de los docentes o directivos apáticos de los entornos escolares, las que dan pauta a estas insanas proyecciones humanas.

No obstante, a pesar de saber que no tenemos precisamente la mejor expresión verbal en cuanto a la perspectiva de nuestro lenguaje en general (incluyendo el sentido técnico), no podemos quejarnos de la solvencia y eficacia de nuestro modelo de comunicación informal; a pesar de la rudeza que implica usar términos soeces en medio de expresiones de uso regular y hasta común en la población; la misma gente parece estar acostumbrada a recibir sentencias en cuanto a su persona o estilos, en referencia a sus intereses o problemas; o más aun, en respuesta a su misma imagen o resultados; ya es común aceptar un “burro”; definir a una “víbora” o llamar a alguien “buey”; todas estas, acepciones “sanas” que describen la supuesta personalidad de alguien no son más que costumbres exacerbadas al calor de la propia permisión del mexicano hacia su mismo yo.

Sin embargo, el referir insultos o palabras despectivas al parejo de nuestra comunicación regular deja de manifiesto el poco respeto por nosotros mismos, por las personas que entienden lo expresado (sin ser necesariamente las receptoras principales) y por el lenguaje que estamos ocupando y que nos ha servido de referente por siglos; el mezclar groserías o invertir el sentido de un precepto bajo un elemento verbal soez, solo evidencia a quien lo profiere y a quien le da sentido de apropiación y respuesta. Aunque estemos de acuerdo en que quizá no exista un propósito de animadversión dirigida, la sola expresión descompone la óptica de quien la escucha.

La buena expresión verbal no es propiedad de los grandes entornos educativos, ni de la gente con más clase o de mejor posición económica o social; utilizar lo mejor de nuestro lenguaje (aunque este tenga carencias) describe un equilibrio emocional entre lo que dominamos y lo que no podemos controlar; así de esta forma es mejor pensar antes de decir cualquier cosa y detenernos a analizar el enfoque de nuestras aseveraciones, sin colar actitudes de ningún tipo y siendo siempre objetivo e imparcial ante lo que observamos y pretendemos definir con nuestras palabras.

La mayor parte de las personas solemos usar términos enrarecidos y esto no es malo sino hasta el momento en que impacta los intereses ajenos, aunque este sea simplemente escucharlos de nuestras bocas; no creo que exista un individuo que no haya proferido un palabra vulgar en su vida, o que haya ocupado algún termino soez para expresar lo que fuera; no se trata de satanizar la cultura mexicana con el hecho de acostumbrarnos a interactuar bajo el influjo de palabras sórdidas, tampoco es el objetivo de este tema el descalificar a quien lo hace (en todo caso sería a quien lo permite); la única razón de escribir sobre este burdo fenómeno de interacción social radica en la esperanza de que al menos, al sentirnos evidenciados ante algo tan común y recurrido como nuestra misma expresión, podamos tener la capacidad de aceptarlo y aprender a lavar no nuestra boca, sino nuestra mentalidad con agua y jabón.



Por

Gerardo Morales



PROPIEDAD INTELECTUAL: TODOS LOS TEXTOS SON ORIGINALES DE CARLOS GERARDO MORALES OLIVERA







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